miércoles, 5 de junio de 2013

BICIDANZA

Dejo el libro, aliso la falda con la mano y me asomo al balcón. Desde el segundo piso el lento aburrirse del barrio adquiere una certidumbre de acuario, de calor sin mareas, de mundo visto a través de un gran angular. En el vecindario —que se cocina en los vapores del día — el sol aplasta las sombras con su rencor vertical. Nada en su tiempo de pecera parece estar realmente vivo y siempre es así hasta que mi vecino cruza veloz. Mi vecino, el de la bicicleta. Viene y va sobre los pedales, sobre su medio siglo, sobre el pavimento seco. Va y viene a cada rato, rompiendo el aire espeso con su gesto esquivo. Me pregunto quién es. Lo he visto caminar junto a una mujer, una más joven que él, más retraída, pero no los he visto hablar. Alguien me dijo que era profesor, pero no lo puedo imaginar en una clase, detenido, sin su vaivén sobre los pedales, feliz danzar en el que el cuerpo va a un lado y la bicicleta al otro, y luego se cruzan por un momento, y vuelven a empezar.

Mi vecino de la bicicleta ha sido la única certidumbre de que el barrio tiene pulso, de que estoy viva en esta ciudad —que empiezo a conocer, a odiar—. Pero ya hace tres días que ni la mujer ni él han vuelto a aparecer y el tiempo del barrio se ha fraguado en otra forma de silencio.

( Para Liss Carrillo, la vecina que me ve. NCR).

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